IMPACTO PSICOEMOCIONAL
DE LA PANDEMIA EN LOS NIÑOS
Por Ángel Núñez Ortiz
Miedo porque su mundo se puede acabar en cualquier momento
En la actualidad nos encontramos con una legalidad tan estricta que ni
nuestros hijos pueden salir a la calle, estando obligados a emplear mascarillas
como el resto de los adultos. Están expuestos a situaciones altamente
estresantes en sus familias y han percibido un cambio brusco en sus rutinas.
Todo ello ha ocasionado y sigue produciendo sus dañinos efectos.
Si partimos de la idea de que los niños constituyen un grupo
especialmente vulnerable ya que están en pleno desarrollo psicoemocional, así
como de su personalidad y perspectiva tanto del mundo como de sí mismos, este tema no puede ser pasado por
alto.
Comencemos por el impacto del cambio en los hábitos: han dejado de ir al
colegio, de jugar con su grupo de iguales, indispensable para el desarrollo de
sus habilidades psicosociales, establecer lazos afectivos y aprender a
desarrollarlos, no pueden salir a la calle y reciben el miedo de los padres,
los cuales se ven obligados por ley a emplear un bozal para estar en plena
calle. Se les somete a la información tóxica de que la mascarilla les protege
de la enfermedad y asocian su uso a estar seguros y su no empleo a la misma
idea de la muerte. Los niños asisten pavorosos al temor de dejar de existir por
la infección de un virus. Los niños escuchan las noticias sobre el covid-19, de
modo que piensan que algo terrible está ocurriendo y que su mundo se puede
acabar en cualquier momento. Su mente se centra en el apocalipsis y la única
forma de portarse bien y seguir vivo es obedecer las reglas. Se pueden ver a
niños empleando el cubrebocas durante horas y a madres que les ordenan que no
se lo quiten, todo ello genera un miedo de tamiz paranoico, lo cual hace que el
sujeto infante asimile el encierro como algo normal. Todo ello incrementa el
daño psicoemocional aún más.
Como mascotas en casa
Los niños se sienten como mascotas en casa, sobreprotegidos, no pueden
salir y perciben la idea de que la enfermedad de la que tanto se habla es
sinónimo de muerte; por ende, tienen temor a abrazar a sus padres, tomando la
distancia reglamentaria de la misma forma que los adultos y, lo que es peor,
éstos no tienen contacto con ellos cuando, por ejemplo, son diagnosticados
positivos por PCR o caen enfermos de lo que ingenuamente creen que es el Covid,
momento en el que se quedan en casa. Los niños asisten al trauma de que sus
predecesores no aceptan sus contactos y éstos tampoco se le aproximan por temor
a un contagio. Todo esto es vivido como una pesadilla incomprensible frente a
la que el niño no sabe cómo reaccionar, prefiriendo no actuar y entrando en un
cuadro de indefensión aprendida, en el marco del próximo párrafo.
De la Indefensión
aprendida al riesgo de suicidio
La depresión, la ansiedad y otros trastornos como el insomnio frecuente
pasan a ser frecuentes desde muy temprana edad. El miedo hace acto de aparición
repentina en el día a día, no sólo en los pensamientos de los niños, sino en el
modo de reaccionar ante otras situaciones que son vistas como peligrosas. La
inseguridad, la parálisis ante la realidad y la necesidad de seguir en el nido
hacen que sean especialmente introvertidos, presenten bloqueos a la hora de
tomar decisiones y se vuelvan retraídos. Con una sensibilidad muy dañada, se
muestran asustados ante su entorno porque saben que algo terrible pasa, pero no
pueden hacer nada, además respiran el miedo en sus padres y ellos les generan
sensación de abandono y desprotección. La razón de sus vidas es el amor y el
juego, sin los cuales no pueden asimilar nuevos conocimientos. El hecho de no
poder estar con otros niños, ni poder jugar en los parques ni interaccionar con
otros miembros de su edad les obliga a pensar como adultos antes de tiempo, a
privarles de la imaginación como recurso para el desarrollo interno y a tan sólo
seguir las reglas dictatoriales del Estado a través de los padres. Presentan
insomnio recurrente, episodios de llanto, desesperación, nerviosismo incontrolado
y mucha desidia pues se aburren con los adultos. Pueden llegar a sentir un
miedo incomprensible ya que, a pesar de encontrarse en círculos familiares, más
o menos seguros, las secuelas del encierro hacen que el cortisol haga de las
suyas, disminuya su sistema inmunológico y su sistema nervioso decaiga hasta
generar desagradables emociones en forma de pánico de naturaleza automática.
Difícilmente se concentran y pierden toda motivación hasta el punto de
llegar a entrar en cuadros de auténtica indefensión aprendida. Muchos de ellos
presentan dolores de cabeza y migrañas frecuentes por la alta presión que son
incapaces de liberar. Sus vidas pierden el sentido, muy peligroso que se dé sin
duda en sujetos de tan corta edad que apenas están experimentando lo que es
vivir en el mundo que les rodea. No sería extraño que apareciesen ideas de
suicidio o lisa y llanamente de desear desaparecer del contexto en el que se
encuentran.
Recibir lecciones de
una pantalla fría durante horas causa contaminación electromagnética y pérdida
de interés por la vida
Por otra parte, el hecho de cambiar de rutina de la noche a la mañana
supone un trauma en sí mismo; el desarrollo cognitivo de este grupo de
población se basa mucho en lo habitual y lo que se considera seguro y
agradable, es lo que los retroalimenta a seguir actuando en su entorno, que es
lo mismo que hacerlo en el mundo. Una vez roto el ciclo, una vez que el niño
recibe las lecciones delante de una pantalla fría durante horas, no puede
preguntar, no puede expresarse y asimila la creencia de que aprender es
aburrido, un paso más hacia la desmotivación y a no tener un sentido en vida,
lo cual repercute en el que tengan para el resto de su existencia. Este shock
hace que tenga que adaptarse a una nueva situación a la que nunca se va a
acostumbrar pues no va ni con su naturaleza inquieta y lúdica, ni con sus
deseos. Si existe una franja de edad en la que alguien no puede engañarse es la
infancia. He aquí un malestar añadido al uso de medidas de protección
excesivas.
Al hilo de lo anterior, desarrollar una elevada dependencia a la
tecnología, lo único con lo que pueden interaccionar ya que los padres están
demasiado ocupados para resolver sus terribles problemas y no tienen tiempo
para ellos. Ello les produce ansiedad creciente, nerviosismo (las ondas electromagnéticas
alteran la parte frontal del cerebro y activan el hipotálamo, el centro del
miedo y de la falta de reflexión, así como el hecho de ser altamente
manipulables). Los cuadros de abstinencia se hacen frecuentes en forma de
comportamientos más o menos agresivos.
Un clima familiar angustiante
del que pueden sentirse culpables
El otro aspecto que detona la crisis es el ambiente familiar. Las
crecientes dificultades económicas provocan un clima de tensión entre los
padres del sujeto, muchas veces agravado por problemas antes no resueltos y que
la falta de dinero potencia. Muchos de
estos sujetos tienen progenitores separados, divorciados o en camino hacia
cualquiera de las situaciones antes apuntadas. Además, ante la falta de
trabajo, puede haber otros problemas de tipo de legal por el impago de
pensiones alimenticios, malas relaciones entre los padres, que no saben
inteligentemente ceder ante la situación de fuerza mayor y hacen que los hijos
vivan en un auténtico infierno que ellos quisieran solucionar, pero no pueden.
Asisten al distanciamiento de alguno de sus padres, en no pocos casos.
No es extraño tampoco que los niños desarrollen sentimientos de culpa,
creyendo que son los responsables de las dificultades de los padres, de la
creciente tensión en casa porque escuchan de ellos las razones de las dificultades,
quisieran también resolver todos lo malo que pasa en el mundo (no olvidemos que
muchos son esponjas que absorben todas las malas y bajas vibraciones del
entorno), pero el hecho de no poder les provoca una intensa impotencia. Conocen
sus derechos, saben que uno de ellos es ser felices y no lo son. Se sienten
oprimidos por el mundo de los adultos y los monstruos de la sociedad que otros
han creado.
Mascarillas tóxicas,
resignación y castración emocional
El uso de mascarillas es la guinda del pastel. Obligados a respirar su
propio CO2, reciben las mismas secuelas que los adultos. Problemas derivados de
la baja concentración de oxígeno, disminución en la efectividad del sistema
inmunológico y crecientes dificultades respiratorias, pues el tubo nasal no se
adecúa a las condiciones naturales para poder inhalar de manera normal hasta
que pasa un tiempo después de haber empleado el bozal, todo ello junto al hecho
de que respiran sus propias bacterias una y otra vez, lo cual les provoca problemas
de asma e infecciones pulmonares, son algunas de las secuelas que deja la
obligación de ponérselas bajo la dura supervisión de los padres. La mente se
acostumbra a vivir en el marco de la incomodidad, de aceptar que lo que hace
daño es inevitable y ha de ser aceptado y reconocido como bueno porque nos
protege de cosas mucho peores.
Además, el hecho de no poder
percibir las emociones ajenas al tener las otras personas (padres y familiares
cercanos) el rostro cubierto casi en su totalidad impide la percepción de
emociones, de modo que el niño se comunica sin necesidad de saber qué siente la
otra persona, guiándose por reglas que resultan ser automáticas y obligatorias.
Todo ello dificulta el desarrollo de las habilidades psicosociales, así como
poder entender sentimientos ajenos (empatía) y por supuesto los propios. La
razón es muy simple. Si el infante no es capaz de percibir las emociones
ajenas, sino sólo una actitud de sumisión, por un lado, aprende esa dinámica
plana de los sentimientos, que simplemente se ajustan a todas las situaciones,
pasando los primeros al último plano, con lo que cual los propios son
ignorados. No se trata ya de que no se produzca una autoestima más o menos
estable, sino que como ser humano pierde toda su identidad y su parte
intrínseca pierde para el niño todo su valor, en proceso de crecientes constructos
sociales. El resultado es la tendencia bien a la frialdad, ya que el niño se
acostumbra a no expresarse (y menos emocionalmente) o a reaccionar de manera
violenta ya que no es posible luchar contra ese aspecto tan humano que, lo
queramos o no, lo mantenemos siempre. En la medida en que se pierda la
comunicación con ese lado, decae la inteligencia emocional y el niño puede caer
en cuadros de ansiedad y depresión con mayor facilidad al percibir que no tiene
el control de la situación y eso le aterra. Si le añadimos toda la explosiva
crisis psicosocial y económica, el cóctel molotov está servido en toda su
magnimidad.
¿Un daño irreversible?
Una mente inquieta se ve obligada a vivir en una tormenta perfecta, con
los instintos sociales aletargados, sin estimulación que ayude a liberar
endorfinas, a sufrir depresión, ansiedad y síntomas psicológicos y hasta
psiquiátricos bien descritos en sujetos adultos, pero con consecuencias
desconocidas en los niños por el impacto que pueden tener en la edad adulta. Y
es que el daño que pueden sufrir es de por vida, de una generación dañada y
vilipendiada en su dignidad, con los derechos tan dañados que las consecuencias
de ello pueden ser incalculables.
Todo lo referido supone una lesión a los derechos humanos en masa, sin
generalizar ni diferenciar entre los que sufren estas atroces consecuencias.
Si el futuro de la humanidad depende de nuestros hijos nos encontramos
ante un hecho de una gravedad sin precedentes. Es por ello que debemos detener
toda esta barbarie.
En Portugal ocurre lo mismo !
ResponderEliminarLas madres y los padres salen de compras con sus hijos con mascarillas . Una Verguenza !
El ministro de educación portugués habla en la obligatoriedad de los alumnos seren obligados en septiembre a usar en las escuelas los cubrebocas . Debemos denuncir los abusos de los gobiernos y luchar para que sean juzgados .
exposebillgates bunbury se junta a miguel bose para esta ca,mpaña en contrra de este satanico ver tambien en imagenes
ResponderEliminarver videos del medico Roberto Petrella en bitchute
Gracias por vuestro blog